El dramático accidente nuclear de la central japonesa de Fukushima ha reabierto el debate energético mundial. Estoy seguro de que habrán participado en numerosas charlas con amigos en las que ha salido una sentencia digna de las mayores teorías de la conspiración: el silenciado descubrimiento de un motor de agua que las grandes empresas se dedicaron a acallar.
Hay parte de verdad en esa historia, aunque científicamente nunca se ha comprobado la veracidad del presunto descubrimiento.
Stanley Meyer pasará a la historia como el polémico inventor del «coche con motor de agua». Su supuesto revolucionario descubrimiento se basaba en un sistema por el cual se separaban los componentes del agua: hidrógeno y oxígeno. Luego el hidrógeno se utilizaba como combustible, quemándose para volver a obtener así agua. La clave del invento de Meyer estaba en que, presuntamente, se requería menos energía para separar las moléculas de agua que la energía que se obtenía en la posterior combustión del hidrógeno.
Las siempre bien propagadas teorías de la conspiración señalan que Meyer fue intimidado por las grandes empresas petrolíferas, pero suelen obviar que fue condenado por fraude en la Corte de Ohio en 1996. Meyer murió poco después, en 1998. Los médicos atribuyeron su fallecimiento a un aneurisma, pero no faltan quienes aseguran que fue envenenado.
Numerosos científicos han reiterado que el sistema planteado incumple las leyes de la termodinámica, que siempre acaban siendo más severas que cualquier legislación humana. Es imposible obtener energía del agua, es imposible utilizarla como combustible. El científico Philip Ball se encarga de decirlo gráficamente: «El agua no puede quemar porque el agua ya está quemada, es combustible gastado».
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